Recordando los fallecidos en el trágico accidente de aviación de Madrid, acompañando en el dolor a sus seres queridos...
Por muy larga que sea la tormenta, el sol siempre vuelve a brillar entre las nubes.
Khalil Gibran
Adiós a un ser querido
Cuando muere alguien cercano el golpe suele ser tan duro que nuestro mundo personal queda resquebrajado temporalmente. Se necesita un período de retraimiento y dolor para adaptarse a la nueva situación y reaprender a vivir con el hueco que ha dejado esa persona.
Dependiendo del lazo que unía al fallecido y la forma en que murió el impacto dejará más o menos secuelas emocionales. Todo duelo bien elaborado debe llegar a un fin. Sin embargo, en algunos casos las heridas son tan profundas que tardan mucho en cicatrizar, como el sufrimiento por la muerte de un hijo. Para los padres significa la prueba más dura. Tras la muerte se origina un caos emocional sumamente devastador, en el que la rabia, el sentimiento de injusticia y un inmenso dolor amenazan con acabar con la fe hacia la vida.
Ante momentos como éstos no hay más remedio que atravesar el dolor, intentando recordar que tarde o temprano aparecerá alguna luz que devolverá la ilusión por vivir. Lo principal para elaborar el proceso de duelo es admitir la pérdida como un hecho definitivo y sobre todo no guardar la tristeza dentro, expresarla de la manera en que sea posible. La compañía de los demás para recordar, compartir o disponer de un hombro en el cual apoyar el desvalimiento ayudan enormemente.
El duelo, más que ser un estado de dolor pasivo, es un proceso de adaptación en el que uno participa activamente. Se inicia con la despedida en el funeral o en otra clase de rito del fallecido. Éste es un buen momento para expresar todo lo que se le quiso decir pero no se hizo, o para rememorar lo vivido conjuntamente. Algunas creencias afirman que tener pensamientos amorosos hacia el difunto le puede servir de ayuda en la etapa que ha iniciado. Para los que se quedan empieza un proceso en el que poco a poco tendrán que empezar a reorientar el amor, el interés y la dedicación ligada a la persona que partió hacia nuevos proyectos.
Sin embargo, completar el duelo no significa olvidar a la persona. La cicatriz, aunque no desaparezca, llega a sanarse y el dolor va mitigando. Pero de alguna manera quienes han muerto siguen formando parte de nuestra vida. Están en nuestro recuerdo y es una buena práctica dedicarles tiempo y atención. Plantar un árbol en su memoria, hacer una celebración anual en su honor o tener fotografías de las personas queridas a la vista son algunas ideas.
Acompañar en el umbral
Si pensamos cómo nos gustaría morir, la mayor parte de personas afirmarán que acompañadas de sus seres queridos. Una de las cosas que más se teme ante la muerte es la sensación de abandono. Sin embargo la compañía no sólo beneficia a quien se halla cercano a morir, sino que también constituye una experiencia inolvidable para el que la ofrece. Acompañar a una persona en el umbral de la muerte significa compartir con ella uno de los momentos más vulnerables e importantes de su vida. Puede ser la última y la más grande expresión de amor hacia esa persona.
Al acompañar a un moribundo nos acercamos a nuestro propio miedo a la muerte, que siempre es preferible afrontar antes del momento decisivo. A menudo se rehúyen estas situaciones por temor a no saber qué decir ni qué hacer, o a que se escape la emoción contenida. Este desconcierto aparece debido a que nuestra sociedad se ha alejado de cuanto rodea a la muerte y de las creencias que permitían estar mejor preparados para estos momentos.
Con su presencia, su sufrimiento, sus silencios y palabras, las personas cercanas a la muerte invitan a un nivel de sinceridad al que no estamos acostumbrados. Por eso es importante no intentar mantener ninguna «fachada», sino reconocer ante el moribundo nuestra propia incertidumbre hacia la muerte, nuestra falta de respuestas o nuestras emociones. Y expresarle que, a pesar de todo eso, tenemos la voluntad de permanecer a su lado y de proporcionarle el mejor entorno para realizar su viaje.
Hablar abiertamente de la muerte es algo crucial, aunque siempre se han de respetar los deseos que tenga el moribundo sobre lo que quiere o no saber. En ocasiones se produce lo que se denomina conspiración de silencio, en la que tanto el enfermo como los familiares conocen la inminencia de la muerte pero no hablan sobre ello. Normalmente cuando se consigue romper este silencio artificial todos se sienten más aliviados. Entonces se producen momentos altamente emotivos en los que cada persona puede permitirse expresar su dolor, pero también su amor.
Si el acompañante se muestra abierto y dispuesto a escuchar facilitará que el moribundo pueda expresar cómo se siente, qué le hace sufrir, qué necesita para estar mejor. Los profesionales, la familia y amigos deben hacer todo lo posible para reducir este sufrimiento y lograr que la persona se sienta en paz.
Durante el proceso de enfermedad y muerte tanto el paciente como sus allegados pasan por muchas y cambiantes emociones: negación, rabia, culpa, tristeza, aceptación... La comprensión durante este proceso es clave. Los acompañantes han de procurar respetar el ritmo de la persona, pues necesita tiempo para elaborar todas las pérdidas que le acontecen. Y, por otra parte, considerar que todos se están enfrentando a una situación de gran estrés, frustrante y difícil, y por lo tanto es necesario que también cuiden de sí mismos.
La enfermedad ofrece la oportunidad de tener tiempo de decir adiós, y esto es algo muy valioso y que aporta gran consuelo. Compartir las lágrimas, perdonar los fallos y las heridas previas, manifestar el agradecimiento por lo vivido y el dolor por tener que separarse, puede dar sentido a toda una vida. Para muchas personas conocer que su final estaba cerca les ayudó a crecer interiormente y a quienes les acompañaron les cambió la visión de la vida.
Aligerar el peso
Para el viaje al más allá no se necesita equipaje. De hecho, cuanto menos peso se lleve mejor. Por eso conviene aligerarse de todo lo que se convierte en una carga para quedarse con lo mejor de uno mismo. ¿De qué sirve acumular remordimientos, culpas, ambiciones, asuntos pendientes...? Si no somos capaces de desprendernos, de solucionar esto ahora, ¿cómo podremos hacerlo en el momento de la muerte? Si no nos abrimos ahora al amor, a la sinceridad, ¿no sentiremos en el momento final que hemos malgastado un tiempo precioso? Para llegar a la muerte con aceptación hay que empezar por vivir tal como nos gustaría dejar este mundo.
El perdón es el mejor bálsamo para curar todas las heridas. Si guardamos rencor hacia alguien podemos elegir entre conservar esa carga o despojarnos de ella perdonando a esa persona. Y si necesitamos sentirnos perdonados podemos atrevernos a pedir disculpas a quien dañamos, mostrándole nuestro más sincero arrepentimiento. Al aclarar malentendidos o expresar lo que tantas veces se ha pensado pero nunca se ha dicho, se pone orden en las relaciones y éstas adquieren mayor profundidad.
Asimismo es necesario tomar decisiones para conseguir una conciencia tranquila. Hacer testamento es importante para dejarlo todo atado antes de morir, así como concluir las situaciones que pensamos que han quedado abiertas. También se puede realizar el llamado testamento vital, una declaración escrita que expone la propia voluntad en caso de que uno no pueda tomar decisiones. Es una forma de asegurar que se respete la propia dignidad y autonomía aunque uno no esté consciente.
Así como cada nacimiento es diferente y único, cada muerte lleva también el sello de la singularidad de quien la atraviesa. Se dice que cada persona muere como ha vivido. Seguramente esto es así porque, de hecho, la muerte no es más que otro paso entre los muchos que se dan en la continuidad de la vida.
Cristina Llagostera,
Cuerpomente 127.