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Aceptar la imperfección



Cuando reconocemos nuestras limitaciones podemos asumir la responsabilidad de hacer verdaderos cambios en nuestra vida.
Lo difícil de escribir sobre cómo aceptar la imperfección es que cuesta encontrar un principio perfecto. Uno le da vueltas a las frases y a las palabras sin que ningún resultado le satisfaga del todo. Entonces surgen preguntas como: «¿será que tengo un mal día?», o «¿seré demasiado exigente?», mientras se corre el riesgo de acabar abandonando la tarea o creyendo que uno no sirve para escribir.
Al buscar la perfección se pone el listón tan alto que cuesta mucho llegar a estar satisfecho. Se acumulan entonces sensaciones desagradables de frustración y lo que originalmente era un impulso de autosuperación puede convertirse en un obstáculo. Debido a la tendencia a evaluar la propia valía según la balanza de éxitos y fracasos obtenidos, existe un gran temor a cometer errores. Por ello a veces se prefieren evitar las situaciones en que no se tiene la seguridad de hacer un buen papel, perdiendo así valiosas oportunidades.
Sin embargo, las imperfecciones y los fracasos, contrariamente a lo que se cree, también pueden ser productivos, puesto que nos permiten aprender y mejorar. Aceptar la imperfección debería ser un punto de partida para realizar cambios, sin retroceder ni rebelarse ante las limitaciones, pero tampoco exigiéndose imposibles.

Adicción a la perfección:

El afán de superación está muy valorado en nuestra sociedad, donde parece que sólo los mejores lograrán llegar alto y, por lo tanto, ser felices. Y aunque la voluntad de mejorar es necesaria, a veces tan altas exigencias y expectativas pueden comportar problemas.
En la película Mejor imposible, Jack Nicholson representa el papel de un obsesivo compulsivo que realiza continuamente rituales en apariencia absurdos, como andar sin pisar las juntas de las baldosas o abrir y cerrar las puertas varias veces antes de atravesarlas. Se trata de una persona altamente meticulosa, para la cual es tremendamente importante, por ejemplo, comer siempre a la misma hora, en el mismo restaurante, que le sirva la misma camarera y utilizar sólo sus propios cubiertos de plástico. Este peculiar personaje nos permite ver lo grotesco que puede resultar buscar de manera exagerada la perfección, creando su propio universo de reglas y comprobaciones, aunque también nos desvela el sufrimiento que causa vivir tan limitado por los propios miedos.
Sin llegar a ese extremo, son muchas las personas que sienten un deseo incesante de hacer las cosas siempre mejor, de superar a los demás, y esto las mantiene en una continua insatisfacción, pues la perfección es una meta inalcanzable. Las personas muy perfeccionistas, por ejemplo, poseen virtudes como una gran voluntad, la constancia o la precisión. Pero también suelen ser personas con una necesidad exacerbada de orden y de tenerlo todo bajo su control: revisan varias veces lo que tienen que hacer para no equivocarse, o no salen de su casa sin tenerlo todo previsto.
A estas personas, por lo tanto, les cuesta enfrentarse a situaciones que requieren mayor espontaneidad e improvisación, y toleran muy mal cometer errores o que los demás los cometan, pues los interpretan como fracasos o signos de poca valía personal. Su alto nivel de exigencia y sacrificio a menudo les lleva a desgastarse excesivamente para intentar realizarlo todo lo mejor posible, y también a ser poco tolerantes.

Cristina Llagostera