A mis diecisiete años, ir a bailar requería no solo saber llevar el paso rítmicamente, sino ser un valiente con mayúsculas. Por alguna razón que aún no alcanzo a comprender, las mujeres se sentaban a un lado de la pista y los hombres al otro.
Sacar a bailar a una niña implicaba la osada faena de cruzar el salón de lado a lado, bajo las curiosas miradas de los asistentes, acercarse a la elegida y, con cara de circunstancia, decir un quebradizo y casi suplicante: "¿Bailas?". Si la fortuna estaba a favor, la niña articulaba un "si" que sonaba a gloria y se levantaba de la silla (el ego personal también se encaramaba). Si la respuesta era un "no”: el infierno hacía su aparición. Debíamos emprender el regreso, es decir, atravesar otra vez toda la pista de baile por un campo minado de risitas burlonas y de sentido pésame. Bailar era para gallardos. Los comportamientos desplegados para evitar el terrible rechazo público eran de lo más sofisticados y casi todos “a distancia”: movimientos leves de cabeza, sonrisas furtivas, estiramientos disimulados del dedo índice, en fin, había que estar muy seguro para no hacer el mayor ridículo de la historia. Dentro de este contexto trágico y socialmente estúpido, había un muchacho llamado Cesar que no parecía sentirse afectado en lo más mínimo por la posibilidad de "dar lora". Medía un metro treinta, era descuidado en su forma de vestir, bailaba bastante regular y para colmo, una giba de nacimiento asomaba de su hombro derecho. Cesar era simpático, alegre y muy caballeroso: para nosotros era un suicida inconsciente, un kamikaze japonés versión latinoamericana. Siempre llegaba tarde y sin esperar un minuto ni importarle quien, empezaba a sacar a bailar desde la derecha a cada una de las muchachas. Como un estoico bizarro, soportaba los "no, gracias" que fueran necesarios, hasta que alguna de ellas aceptaba. Cesar siempre bailaba y la pasaba bien. Su atención estaba orientada al lado positivo del baile y al balance costo-beneficio. Solía decir: "De cada diez intentos, una te dice sí".
Mis otros amigos y yo, en muchas ocasiones, inmovilizados por el terror del rebote (la estrellada en términos más juveniles), no pasábamos la línea de alto riesgo, como quien dice: comíamos pavo a lo grande. Cesar veía la vida de otra manera, o mejor, la veía como debe verse. Su premisa era saludable, racional e inteligente: “Mi autoestima no depende de la aprobación de los demás”. Aprendió a vivir con su defecto sin sobre-vivir, con pura autoaceptación. Prefería soportar unos cuantos “no”, a perder un “sí”, sabía invertir en sí mismo. Me pregunto: ¿Cuánta gente está esperando por nosotros y por puro miedo, escapamos? ¿Cuántas puertas hemos cerrado antes de tiempo por el temor anticipado al rechazo? ¿Cómo saber quienes nos aman si no queremos correr el riesgo al desaire? ¿Qué importa una estrellada, si no es mortal? Si estuvieras seguro de que por cada diez “no” obtuvieras un “si”, ¿no lo intentarías? Cesar se casó, tuvo mellizas y una esposa que lo amó (todavía lo ama) con joroba y todo. Cesar se arriesgó. Entendió que, por su aspecto físico, no iba a agradarle al noventa y cinco por ciento de las muchachas, pero que había un cinco, un mágico cinco por ciento donde existía la posibilidad de encontrar pareja. Y ese pequeño porcentaje, esa esquiva probabilidad, lo mantuvo en pie como un héroe moderno, que a diferencia de los kamikazes, no necesitaba aniquilarse a sí mismo para ser feliz.
Sacar a bailar a una niña implicaba la osada faena de cruzar el salón de lado a lado, bajo las curiosas miradas de los asistentes, acercarse a la elegida y, con cara de circunstancia, decir un quebradizo y casi suplicante: "¿Bailas?". Si la fortuna estaba a favor, la niña articulaba un "si" que sonaba a gloria y se levantaba de la silla (el ego personal también se encaramaba). Si la respuesta era un "no”: el infierno hacía su aparición. Debíamos emprender el regreso, es decir, atravesar otra vez toda la pista de baile por un campo minado de risitas burlonas y de sentido pésame. Bailar era para gallardos. Los comportamientos desplegados para evitar el terrible rechazo público eran de lo más sofisticados y casi todos “a distancia”: movimientos leves de cabeza, sonrisas furtivas, estiramientos disimulados del dedo índice, en fin, había que estar muy seguro para no hacer el mayor ridículo de la historia. Dentro de este contexto trágico y socialmente estúpido, había un muchacho llamado Cesar que no parecía sentirse afectado en lo más mínimo por la posibilidad de "dar lora". Medía un metro treinta, era descuidado en su forma de vestir, bailaba bastante regular y para colmo, una giba de nacimiento asomaba de su hombro derecho. Cesar era simpático, alegre y muy caballeroso: para nosotros era un suicida inconsciente, un kamikaze japonés versión latinoamericana. Siempre llegaba tarde y sin esperar un minuto ni importarle quien, empezaba a sacar a bailar desde la derecha a cada una de las muchachas. Como un estoico bizarro, soportaba los "no, gracias" que fueran necesarios, hasta que alguna de ellas aceptaba. Cesar siempre bailaba y la pasaba bien. Su atención estaba orientada al lado positivo del baile y al balance costo-beneficio. Solía decir: "De cada diez intentos, una te dice sí".
Mis otros amigos y yo, en muchas ocasiones, inmovilizados por el terror del rebote (la estrellada en términos más juveniles), no pasábamos la línea de alto riesgo, como quien dice: comíamos pavo a lo grande. Cesar veía la vida de otra manera, o mejor, la veía como debe verse. Su premisa era saludable, racional e inteligente: “Mi autoestima no depende de la aprobación de los demás”. Aprendió a vivir con su defecto sin sobre-vivir, con pura autoaceptación. Prefería soportar unos cuantos “no”, a perder un “sí”, sabía invertir en sí mismo. Me pregunto: ¿Cuánta gente está esperando por nosotros y por puro miedo, escapamos? ¿Cuántas puertas hemos cerrado antes de tiempo por el temor anticipado al rechazo? ¿Cómo saber quienes nos aman si no queremos correr el riesgo al desaire? ¿Qué importa una estrellada, si no es mortal? Si estuvieras seguro de que por cada diez “no” obtuvieras un “si”, ¿no lo intentarías? Cesar se casó, tuvo mellizas y una esposa que lo amó (todavía lo ama) con joroba y todo. Cesar se arriesgó. Entendió que, por su aspecto físico, no iba a agradarle al noventa y cinco por ciento de las muchachas, pero que había un cinco, un mágico cinco por ciento donde existía la posibilidad de encontrar pareja. Y ese pequeño porcentaje, esa esquiva probabilidad, lo mantuvo en pie como un héroe moderno, que a diferencia de los kamikazes, no necesitaba aniquilarse a sí mismo para ser feliz.
Walter Riso