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En uno de mis libros (El Zahir), procuro entender por qué todo el mundo tiene tanto miedo a cambiar. Cuando estaba en pleno proceso de escritura de este texto, cayó en mis manos una extraña entrevista a una mujer que acababa de lanzar un libro sobre -¿adivinan? – el amor.

El periodista le pregunta si la única manera de que el ser humano alcance la felicidad es encontrando a la persona amada. La mujer dice que no:

“El amor cambia, aunque nadie parece entenderlo. La idea de que el amor conduce a la felicidad es una invención moderna, de finales del siglo XVII. Partiendo de esto, aprendemos a creer que el amor debe durar para siempre, y que el matrimonio es el mejor lugar para disfrutarlo. En el pasado no se era tan optimista en lo que respecta a la longevidad de la pasión”.

“Romeo y Julieta no es una historia feliz: es una tragedia. En las últimas décadas ha crecido mucho la expectativa que se ha puesto en el matrimonio como camino para la realización personal. Y la decepción y la insatisfacción han crecido paralelamente”.

Según las prácticas mágicas de los hechiceros del norte de México, siempre hay un acontecimiento en nuestras vidas responsable porque hayamos dejado de progresar. Un trauma, una derrota especialmente amarga, una desilusión amorosa, incluso una victoria mal asimilada, pueden acobardarnos y detenernos. El hechicero, en su proceso de creciente unión con los poderes ocultos, tiene, antes de nada, que librarse de este “punto acomodador”, y para eso debe revisar toda su vida y descubrir dónde se produjo.

Cuando yo era pequeño me peleaba a menudo, y, como era el mayor del grupo, siempre era yo el que les pegaba a los otros chicos. Un día, un primo mío me dio una buena paliza, y a partir de entonces empecé a evitar los enfrentamientos físicos, puesto que me parecía que nunca más conseguiría ganar una pelea. Eso me hizo pasar varias veces por cobarde, al dejarme humillar en presencia de mis amigos o incluso de alguna novia. Hasta que un día, a los veintidós años, acabé metiéndome sin querer en una pelea en una discoteca de Río de Janeiro. Recibí de lo lindo, pero el “punto acomodador” desapareció. Hoy en día no peleo porque es una pésima manera de expresarse; no por culpa de la cobardía.

Durante dos años intenté aprender a tocar la guitarra: progresé mucho al principio, hasta que llegó un punto en el que no conseguí avanzar más – al descubrir que los otros aprendían más rápido que yo, me sentí mediocre, y tomé la decisión de no volver a pasar vergüenza, convenciéndome de que aquello ya no me interesaba. Lo mismo me pasó con el billar, el fútbol, el ciclismo: aprendía lo suficiente como para hacerlo todo razonablemente bien, pero llegaba un punto del que no conseguía pasar.

¿Por qué?

Porque, según lo que nos contaron, llega un determinado momento de nuestras vidas en el que “alcanzamos nuestro límite”. Ya no debemos cambiar más. Ya no conseguimos crecer más. Tanto la profesión como el amor alcanzaron su estadio ideal, y lo mejor es dejarlo todo como está. ¿No es verdad? La verdad es la siguiente: siempre podemos ir más lejos. Amar más, vivir más, arriesgar más.

Jamás la inmovilidad es la mejor de las soluciones. Porque todo a nuestro alrededor cambia (incluso el amor) y tenemos que seguir este ritmo.

Estoy casado hace veintiocho años con la misma persona, pero he cambiado de “mujer” (y ella ha cambiado de “marido”) varias veces a lo largo de nuestra relación. Si hubiéramos querido continuar como éramos en 1979, no creo que hubiésemos llegado tan lejos.

Fuente: Paulo Cohelo Blog